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Argentina_Memoria histórica: 50 aniversario de la primera acción armada urbana

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Acto conmemorativo

“…y pensar que 50 años no es nada”

Marcelo T de Alvear 2230

Viernes 15 de Junio

21:00 horas

con 3 de aquellos Cumpas fundadores

Jorge Borean Juan Carlos Cibelli Jorge Perez

En la madrugada del 16 de junio de 1962, justo hace medio siglo, se llevó a cabo la primera acción de lucha armada “urbana” en la Argentina: el robo de las armas del Instituto Geográfico Militar (IGM), en el barrio de Palermo. La llevó a cabo una “Organización” secreta y anónima, fundada por ex militantes del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) Praxis que conducía el intelectual Silvio Frondizi, y que ocho años después iba a constituirse en la columna vertebral de las FAL, Fuerzas Argentinas de Liberación, muy poco conocidas a pesar de su importancia histórica.

Pero en 1962 eran apenas un puñado de militantes, casi todos de entre 20 y 21 años de de edad y, casi sin excepción, oriundos de la zona sur del Gran Buenos Aires. Leían ávidamente a Lenin e imaginaban ser algún día la vanguardia revolucionaria que tomara el poder en la Argentina para el proletariado. Curiosamente, a pesar de la cercanía en tiempo y espacio de la Revolución Cubana, en su imaginario político pesaban más la insurrección de los bolcheviques en Rusia y la organización estructurada en forma de células del Frente de Liberación Nacional en Argelia: dos revoluciones “urbanas”. Jamás pensaron en crear una guerrilla rural, como sí lo hicieron más o menos en esa misma época los Uturuncos, el EGP de Jorge Masetti o las FARN del Vasco Bengoechea, siglas que apenas precisan aclaración.

Por otra parte, los fundadores de la Organización dispuestos a robar las armas del IGM eran jóvenes que habían vivido desde que tenían uso de memoria el apogeo del “Estado de Bienestar”, aún vigente, por lo cual es lícito preguntarse qué los empujaba a rebelarse con tanto ardor contra el “sistema”. Tal vez, la respuesta esté dada por dos órdenes de factores. Uno de ellos eran sus propias experiencias en las luchas estudiantiles por la universidad laica y en las prolongadas huelgas bancarias de fines de los años 50; en las primeras habían participado Jorge Borean y Jorge Pérez cuando todavía estaban en el colegio secundario, y en las segundas, Juan Carlos Cibelli, delegado del Banco Provincia. Las derrotas y las represalias sufridas habían herido profundamente a todos ellos, y en cierto modo a toda su generación.

Otro motivo era la certeza por entonces indiscutible de que el mundo socialista avanzaba inexorablemente sobre el capitalista y lo aventajaba en logros de todo tipo: desde la carrera espacial hasta los deportes olímpicos y el ajedrez. “A veces, la seguridad del triunfo es el mejor aliciente”, razona Pérez.

De todas formas, entrar al IGM y asaltar armería era una acción temeraria y desproporcionada para los recursos con que contaban entonces, en 1962. El plan consistía en entrar al predio trepando un muro de tres metros sobre la calle Maure, arrastrarse hasta la armería, llevarse las armas, cargarlas en bolsos y volver a salir. Lo había concebido un año antes el líder del grupo, conocido como “Villa”, mientras hacía el servicio militar en esa dependencia del Ejército, e incluso reclutó para hacerlo (y para la Organización) a otros dos colimbas, apodados “Salinas” y “Arregui”. Durante una guardia se robaron la llave y se la entregaron a un compañero que pasó caminando por la avenida Cabildo; hicieron una copia adentro de un auto con un molde de plastilina (llevarla a un cerrajero habría sido dejar la primera pista) y esa misma noche comprobaron que funcionaba. Guardaron el duplicado para utilizarlo recién el año siguiente, cuando ya hubiesen sido dados de baja. Además, Villa le encargó a Salinas, que era fotógrafo de sociales, tomar retratos de sus compañeros posando en cada rincón del predio para tener el sitio relevado y no borrarlo de la memoria.

Ya en 1962, en una muy inteligente operación de contrainteligencia, se fijó la fecha para el 16 de junio, séptimo aniversario de los bombardeos a Plaza de Mayo de 1955, para hacer creer que podía tratarse de una vendetta de sectores del Ejército más afines al peronismo, los “azules”, contra los más antiperonistas, los “colorados”. La paciencia y el modo casi científico de idear sus operaciones fue desde el primer momento el sello distintivo de la Organización “proto FAL”.

Pasaron casi un año turnándose para a ir a estudiar los movimientos en los alrededores del IGM. Una supuesta pareja iba varias noches por semana a franelear junto al paredón, hasta que su presencia se volvió parte del paisaje. Además, practicaron infinidad de veces cómo treparse a un muro de tres metros con una escalera hecha con sogas y palos de escoba, así como el recorrido que debía hacer el taxi al llevarse el botín. Por último, unas dos o tres semanas antes, Cibelli acudió como cualquier hijo de vecino a comprar un mapa; sabía que iban a derivarlo a una oficina y aprovechó para darse una vuelta por adentro, haciéndose el distraído, para chequear que todo seguía igual que en las fotos.

En la madrugada del 16 de junio, pasada la una, el único vehículo con que contaban, el taxi que manejaba uno de ellos, llegó hasta el paredón con la parejita adentro. Otra pareja más, en la esquina, hacía de campana. Cibelli fue el primero en subir al paredón, cortó los alambres de púa con un alicate y tiró la otra mitad de la escalera hacia adentro. Entraron ocho: Pérez y Borean se quedaron junto al paredón; Arregui, Salinas, un vendedor de diarios de Constitución (que además era delegado en el gremio de los canillitas) y “Silvia”, una militante de Temperley, se escondieron debajo de un acoplado. Por último, Villa y Cibelli se arrastraron unos cincuenta metros en la oscuridad hasta la armería: eran los dos hombres con más peso en la Organización, y fueron los que tomaron el mayor riesgo.

Abrieron la puerta con la llave duplicada un año antes, entraron, y alumbrándose con una linterna, metieron en los bolsos todas las armas que pudieron cargar: dos ametralladoras Halcón, tres PAM y cuarenta y cuatro pistolas Colt 45, más lo que pudieron llevarse de munición. Tardaron un cuarto de hora en hacerlo y salieron con cuatro bolsos cruzados sobre los hombros cada uno. Antes de irse, dejaron caer la pista falsa: un boleto de tren picado en la estación José C. Paz, donde había un barrio de viviendas de militares mayoritariamente “azules”. Un detalle: el hecho de que para entonces las fuerzas armadas habían desalojado del gobierno a Frondizi y erigido en su lugar un engendro de gobierno cívico-militar encabezado por José María Guido, titular del Senado, no alteró en lo más mínimo los planes.Los ocho volvieron a subir y bajar por la escalera de cuerdas. Cargaron los bolsos en el taxi, que se alejó siguiendo el recorrido ensayado decenas de veces. El chofer ya sabía por qué puntos tenía que pasar, y en cada uno de ellos había apostado algún colaborador con la tarea de llamar por un teléfono público a Julia, la novia de Villa, para confirmar que lo había visto. Una hora más tarde descargaron los bolsos en la casa de Cibelli, cerca de Marinos del Fournier, un apeadero del ferrocarril entre Villa Lugano y Tapiales. Pérez, que hacía la colimba en la Policía Federal y participó de la acción con el uniforme azul, capote incluido, se quedó dando vueltas varias horas por ahí hasta entrar en servicio.

La acción y permaneció oculta para la opinión pública -como querían sus autores-, en buena medida porque los propios militares decidieron silenciar el hecho. Pero su importancia histórica radica en que ocurrió un año, dos meses y trece días antes que el asalto del Movimiento Nacionalista Revolucionario Tacuara de “Joe” Baxter al furgón pagador del Policlínico Bancario, el 29 de agosto de 1963, que suele ser presentado por los historiadores y estadígrafos como el primer episodio de la “guerrilla urbana” en la Argentina. Además, fue el único hecho armado insurgente de esa época, la primera mitad de los años 60, que podía considerarse completamente exitoso, como no lo fueron el del Policlínico, ni los sucesivos intentos de Uturuncos, ni el abortado antes de nacer del Vasco Bengoechea, ni la guerrilla del EGP en Salta.
Los miembros de la Organización hubiesen querido que la lucha revolucionaria fuera siempre así, casi como un juego de estrategia o una partida de ajedrez, hecha de acciones limpias, sin sangre, muertos ni heridos. El arte de triunfar reduciendo al mínimo la posibilidad de enfrentamiento real, tal como enseñaban los teóricos de la guerra Liddell Hart o Sun Tzu. Por desgracia, todo lo que ocurrió años más tarde fue muy distinto.

Ariel Hendler

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